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FUMO DI SANGUE


 

El mármol del suelo resonó con las pisadas lentas y débiles de los cardenales. Las puertas del cónclave se cerraron como las de una cárcel.

Afuera, todo el mundo miraba hacia el cielo, esperando que saliera el tan esperado humo blanco. Dentro del cónclave, solo quedaban la palabra de Dios y la de un hombre que no creía en Él.

El falso cardenal era un infiltrado entre hombres santos. Nadie lo había notado; su disfraz era perfecto: túnica roja, cruz de oro y un acento cultivado en la vieja escuela de Roma.

Él no era Méndez. No tenía nombre. Había memorizado el perfil del verdadero cardenal, muerto por una aguja días antes en la habitación de un lujoso hotel. Aquel cadáver, disuelto en ácido, jamás sería encontrado.

La Capilla Sixtina se cerró a las voces del mundo. Solo quedaban los 118 hombres de rojo... y el intruso.

El primer día fue un caos disfrazado de cortesía: murmullos, suspiros y muchas miradas de reojo. Viejos enemigos creaban nuevas alianzas. El falso cardenal observaba todo. Su misión no era alterar el resultado de la elección, sino eliminar al que la Providencia nombraría.

Un par de días después, cuando ya se había votado varias veces, ninguna de las votaciones había arrojado un patrón claro. Aunque un nombre se repetía con más frecuencia que los demás: el del cardenal Bertoni, un italiano joven en comparación con otros.

El falso cardenal sintió ansiedad en el estómago. No era miedo; era cálculo.

—¿Cómo se asesina a un papa, antes de que sea papa, rodeado de 117 personas vestidas igual que tú?

Intentó acercarse a Bertoni. Coincidieron en la biblioteca del cónclave y aprovechó para intercambiar unas palabras.

—¿Crees que alguno de nosotros quiere ser elegido? —preguntó el falso Méndez.

—Solo me dan miedo los que lo desean mucho —respondió Bertoni.

Esa noche, en su celda, el falso cardenal puso veneno en un frasco de aceite sacramental. Pero a la mañana siguiente, alguien lo había cambiado de sitio.

—¿Lo sabían?

Uno de los cardenales tuvo un infarto. Aunque sobrevivió, entre ellos se hablaba de un posible envenenamiento.

—¿Otro jugador en la partida… o voluntad divina?

Empezaba a ser agotador. Las votaciones llevaban ya once días y aún no se elegía un nuevo papa.

El día doce solo quedaban dos candidatos en las votaciones: Bertoni y un conservador radical, apoyado por la vieja guardia. El humo seguía saliendo negro después de cada elección.

El falso cardenal se decidió. En la noche silenciosa, forzó una cerradura. Pero en la celda no había nadie.

Los días continuaban pasando, y el agotamiento era general. Nadie dormía más de tres horas. Unos rezaban, otros escribían notas que luego quemaban.

El cardenal Bertoni seguía con ventaja. Pero en estos casos, nunca se sabía.

Llovía sobre Roma. Afuera, la plaza de San Pedro estaba casi vacía. Nadie desafiaba la lluvia y el frío después de tantos días. El falso Méndez no pensaba en escapar. Tenía que llegar al final.

Miró con detenimiento la jeringa de cristal que estaba entre los pliegues de su túnica. La había escondido allí desde el primer día. El veneno que contenía era silencioso, paralizante, invisible, imposible de detectar. Sería una muerte disfrazada de paro cardiaco.

La oportunidad llegó antes del amanecer. Bertoni se retiró a su celda a rezar. Siempre rezaba solo, sin compañía. Era su rutina. Y las rutinas matan.

El falso cardenal se deslizó por el corredor, escondiéndose entre las sombras. Llevaba entre los dedos el pequeño cilindro de cristal. El corazón le latía con fuerza. Abrió lentamente la puerta. Bertoni estaba de espaldas, de rodillas, rezando. Dio dos pasos al frente. El suelo crujió. Bertoni se giró. Sus ojos no mostraban sorpresa ni miedo.

—¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar? —preguntó Bertoni con voz suave.

—No tengo elección. La decisión está tomada.

—Siempre la hay, aunque no siempre es la acertada.

Hubo un silencio breve. Un pequeño forcejeo, acompañado de un grito ahogado.

El humo blanco salió por la chimenea.

Habemus Papam.

El nombre anunciado fue el esperado: Bertoni.

Pero algo había cambiado. La voz que salió al balcón temblaba. Su rostro, aunque idéntico, parecía más rígido. No hubo sonrisas. No hubo bendición. Solo unas palabras:

—Oremos por la Iglesia… y por los que cargan la cruz del arrepentimiento.

El mundo aplaudió y lloró.

Pero en un rincón de la plaza, un anciano cardenal, ciego de un ojo, murmuró para sí:

—Este no es Bertoni...

Nadie se había dado cuenta. Después de decir esas palabras, el viejo cardenal dejó de respirar, cayendo al suelo.

Solo una figura que se alejaba de allí sabía lo que había pasado.

APAGON TRAUMATICO


 Todo sucedió un día cualquiera. Mari Luz estaba plácidamente viendo la televisión mientras empezaba a cocinar. Se entretenía echando un ojo a las novedades de Facebook, tomándose una copita de vino, cuando de pronto... ¡Pum! Se fue la luz.

Al principio pensó que sería algo de cinco minutos, diez como mucho. Qué equivocada estaba. Pasaron más de catorce horas: sin luz, sin internet, sin Netflix, y por supuesto, sin poder cargar el móvil. Fue como si hubiéramos regresado al año 1800.

Cuando se acercaba la noche, la oscuridad lo envolvía todo. Mari Luz, con su móvil al 10% de batería, usaba la linterna como si fuera una exploradora perdida en la selva. El microondas estaba muerto, la nevera empezaba a sudar por dentro... y Mari Luz también. Y todo en un silencio espeso, ese maldito silencio que parecía apagarlo todo. Lo peor: ni rastro del WiFi.

Sobrevivió aquella noche con la única luz de una pequeña vela que encontró detrás de un cajón de cubiertos. Y decidió que eso no volvería a pasarle nunca más.

Al día siguiente, aún con el trauma fresco, fue a comprar una linterna. “Por si acaso”. Al otro día pensó que una no era suficiente, así que compró otra. Para completar su kit de supervivencia, se hizo con una radio a pilas. “Para estar informada en caso de otro apagón”, se dijo.

Por si acaso sucedía otra vez, se preparó bien: compró una linterna de cabeza, otra de carga manual, otra con carga USB... Con todas las que acumuló, podría iluminar un estadio de fútbol.

Una semana después del fatídico apagón, Mari Luz ya no recibía saludos, recibía paquetes. El cartero ya la trataba de tú, y la directora de la tienda online donde compraba le mandaba cartas de agradecimiento. Mari Luz acumulaba radios como si estuviera montando un museo de tecnología analógica.

—¿Mari Luz, de verdad necesitas una radio que capte señales de submarinos rusos? —le preguntó un amigo.
—Nunca se sabe —respondió, mientras se colocaba una linterna en la frente para cruzar la calle.

Con el tiempo, su casa se transformó en un pequeño cuartel, con radios por todas partes. Las noches eran más brillantes que el día. Pero al menos, si algún día regresaba el apagón, Mari Luz estaría preparada.

A pesar de su buena intención, algunos amigos empezaron a preocuparse por su obsesión. Intentaron hablar con ella.

—Mari Luz, entendemos que el apagón fue traumático... pero ¿no crees que lo estás llevando demasiado lejos?
—Solo quiero estar preparada —respondió.
—Pero tienes más linternas que una tienda...
—La preparación nunca está de más.

Con el tiempo, Mari Luz encontró un equilibrio. Mantuvo un kit básico de emergencias y empezó a dar charlas en escuelas sobre la importancia de estar preparados. Ya no compraba linternas compulsivamente, pero siempre llevaba una en el bolso y una radio en la mochila. “Por si acaso”.

TERREMOTO


 

El reloj marcaba las 4:00 de la mañana cuando la tierra rugió.
No fue un temblor cualquiera de esos que apenas se sienten; no, esta vez el ruido fue un crujido monstruoso, como el rugido de un gigante que despierta. Las paredes vibraron y, en cuestión de segundos, la ciudad se convirtió en un laberinto de gritos, polvo y ruinas.

Martín y Almudena dormían profundamente en su apartamento del cuarto piso. Aunque como pareja no atravesaban su mejor momento, el miedo primitivo los unió de forma instantánea. Martín despertó con la primera sacudida y apenas tuvo tiempo de gritar el nombre de Almudena antes de que el techo se les viniera encima.

El silencio que siguió no era normal. Solo el lento caer del polvo y el derrumbe de edificios rompían el amanecer.
Almudena no podía ver. Su cuerpo estaba atrapado, medio enterrado bajo lo que alguna vez fue la pared del dormitorio. Intentó moverse, pero un dolor punzante en la pierna le arrancó un grito: no podía sentir los dedos del pie.

—¿Martín? —apenas pudo pronunciar el nombre.
Nada. Solo oscuridad y el eco de su voz rebotando entre los escombros.

De pronto, un gemido. Luego, la voz de Martín, apenas en un susurro:
—Aquí... estoy aquí...

Almudena sintió desfallecer al oírlo. No sabía si era por alivio o terror: alivio de no estar sola o terror por lo que pudiera encontrar al otro lado de los escombros.
Martín estaba atrapado boca arriba, con una viga apoyada sobre su abdomen. No podía respirar bien. Apenas podía ver por el polvo, y cada segundo le parecía una eternidad.

Almudena gateó como pudo hacia la voz, con los dedos sangrando al escarbar entre trozos de ladrillo y yeso. El calor era insoportable, como si estuviera en el mismo infierno. El polvo se mezclaba con el sudor de su rostro. El silencio no era total: a lo lejos se escuchaban gritos, llantos, sirenas... y ladridos. Sí, ladridos de los perros de rescate.

Thor, un pastor belga entrenado para el rescate, era más certero que cualquier tecnología. Su olfato e instinto lo guiaban como una brújula hacia los corazones que aún latían bajo los escombros. Corría entre las ruinas de las casas, ladrando con fuerza, las patas llenas de polvo y sangre por pequeños cortes. Olfateó el aire cargado de polvo, se detuvo en seco, ladró aún más fuerte y comenzó a rascar la tierra desesperadamente.
Almudena lo oyó.

—¡Martín, un perro, un perro! —exclamó.

Pero Martín no respondió. Su respiración se hacía cada vez más lenta. Almudena sintió miedo ante el silencio por respuesta.

—¡Aquí, estamos aquí! —gritó desesperada.

En medio del caos, uno de los rescatistas oyó los ladridos insistentes de Thor y corrió en esa dirección. Empezó a escarbar, guiado por los ladridos frenéticos del perro.

—¡Ayuda, hay alguien aquí abajo! —gritó el rescatista.

Sus voces se mezclaban con los ladridos incansables de Thor.

—¡Hay una mujer viva! —volvió a gritar.

Almudena apenas podía hablar: tenía la garganta seca como el polvo que la cubría.

—¿Estás sola? —preguntó el salvador.

Almudena negó con la cabeza y, con dificultad, señaló la dirección donde estaba Martín.

—Mi marido... está atrapado —logró decir.

Un rescatista más delgado se introdujo por una abertura, preparado para ello, linterna en mano. Alcanzó primero a Almudena y logró sacarla tras varios minutos de esfuerzos; luego, hicieron lo mismo con Martín.

Una vez afuera, Thor lamía las heridas de ambos.
Fue una experiencia que jamás olvidarían. Desde entonces, cada año celebran dos cumpleaños.

ACAMPADA MORTAL--I I--


 Caminó durante lo que pareció una hora, hasta que llegó a un claro. Allí, el suelo estaba removido, tierra recién cavada, un olor a humedad… y algo más denso: sangre.

Había una pala clavada en el centro y, junto a ella, una bolsa. La de Clara.

Marcial se acercó con lentitud. Cada músculo de su cuerpo le gritaba que huyera, que no siguiera adelante, pero se obligó a mirar dentro de la bolsa. Estaba vacía. Ni rastro de Carmen.

Entonces escuchó algo parecido a un gemido. Se giró bruscamente, mirando entre los árboles. No vio nada. Pero el gemido volvió, esta vez justo detrás de él. Cuando se dio la vuelta, no había nadie.

Lo que más le llamó la atención fue que, pese a estar en pleno bosque, no se escuchaba ningún animal. Ni un pájaro, ni tan siquiera un insecto. Solo estaba él… y algo —o alguien— que lo vigilaba desde los márgenes del bosque.

—Carmen... ¿Carmen? —ni él mismo estaba seguro de haber emitido ese sonido.

De repente, una figura apareció entre los árboles. No caminaba, se deslizaba como una serpiente. Marcial retrocedió y tropezó con algo que lo hizo caer de espaldas.

La figura se detuvo a unos metros. Era alta, muy alta. Vestía de oscuro y, en lugar de rostro, tenía una especie de máscara. Los ojos estaban vacíos. No decía nada. No se movía.

En ese momento, Marcial comprendió que no solo estaban los asaltantes... también estaba aquella criatura.

Permaneció en el suelo, paralizado. La figura no avanzaba, no retrocedía. Solo estaba ahí, inmóvil. Algo en ella era más aterrador que cualquier amenaza física. Y entonces, sin emitir ningún sonido, desapareció. No se giró, no caminó… simplemente desapareció.

Marcial parpadeó. Su corazón golpeaba su pecho como un tambor de guerra. Se puso de pie, con la vista ligeramente borrosa.

—¿Estoy perdiendo la cordura... o es todo real?

Pensó en Carmen. Siguió caminando como un autómata. Se arañó los brazos con la maleza, la llamó una y otra vez, aunque cada vez con menos fuerza. De repente, frente a sus ojos, apareció una cabaña.

Estaba escondida entre la vegetación. La madera podrida, sin ventanas. Marcial se acercó con precaución. La puerta estaba entreabierta. Desde el interior salía un fuerte olor a humedad y putrefacción.

La empujó con lentitud. El interior estaba a oscuras, pero el amanecer filtraba algunos rayos de sol entre las rendijas. Las paredes estaban cubiertas de símbolos tallados a cuchillo, y en el centro había un altar rudimentario hecho con piedras y restos de animales. Al fondo… una figura encadenada.

—¡Carmen!

Ella levantó la cabeza. Tenía el rostro golpeado, pero estaba viva. Atada con grilletes a una viga, los ojos llenos de lágrimas y el rostro desbordado de terror.

Marcial corrió hacia ella. Intentó romper las cadenas, pero era inútil. Estaban firmemente aseguradas.

—Vinieron anoche —susurró Carmen—. No se fueron. No son solo ladrones, Marcial. Hay algo más. Los vi… haciendo rituales con otros cuerpos.

—Tenemos que sacarte de aquí —dijo él.

En ese momento, un crujido cerca de la puerta. Marcial se giró. La silueta de alguien se recortó en la claridad del exterior. No era solo uno. Más figuras se acercaban. Todos llevaban la misma máscara.

La puerta se cerró de golpe. La oscuridad volvió a reinar. Afuera, los encapuchados comenzaron a cantar. Era un canto poderoso… uno que helaba la sangre. Y en el altar, algo comenzó a moverse. Un bulto envuelto en mantas.

Marcial lo miró… y comprendió.

No era un bulto. Era una criatura. Y acababa de despertar.

El bulto tembloroso se agitaba como si intentara liberarse. Marcial se ahogaba. Carmen, encadenada. La puerta cerrada. El aire se volvía irrespirable, impregnado con un hedor a carne podrida.

Las voces del exterior no cesaban.

—¡Marcial, no lo mires! —gritó Carmen.

Una mano —o algo similar a una mano— emergió de debajo de la manta. Era larga, delgada, y goteaba un líquido oscuro, espeso, como aceite.

La criatura se alzó lentamente. No tenía rostro definido. No caminaba… se deslizaba sobre el altar como un gusano.

—¡Corre, Marcial! ¡Sal de aquí! —gritó Carmen.

Pero él no podía moverse. Algo invisible lo mantenía inmóvil.

La criatura emitió un chillido agudo. Marcial cayó de rodillas. Sangraba por la nariz. Las paredes temblaban. La puerta se abrió de golpe. Los encapuchados irrumpieron en la cabaña. Uno de ellos se acercó al altar y, con una reverencia, alzó un cuchillo, ofreciéndoselo a la criatura.

Los demás se giraron hacia Marcial. En un gesto de desesperación, gritó:

—¿Por qué? ¿¡Por qué yo!?

Uno de los encapuchados se quitó la máscara. Tenía un rostro humano… pero deformado.

—Porque entraste al bosque. Y el bosque te eligió.

La criatura se abalanzó sobre él.

Después… solo oscuridad y silencio.

Dos días después, un grupo de excursionistas encontró el campamento destruido. Avisaron a la policía. Se organizaron búsquedas con perros y helicópteros. No encontraron rastro alguno. Ni de Marcial ni de Carmen.

Solo, en un claro del bosque, hallaron restos de ceniza y un símbolo extraño grabado en la tierra. Algunos dijeron haber visto huellas que no eran humanas. Otros afirmaban haber escuchado ruidos entre los árboles.

El caso fue cerrado como "desaparición sin explicación".

Pero en el bosque, cuando el viento sopla con fuerza, algunos aseguran que se escucha un grito lejano… y una voz que llama una y otra vez:

—Carmen... Carmen...

ACAMPADA MORTAL


 La noche había caído como un espeso manto sobre el bosque conocido como El Pinar, un lugar apartado al que pocos turistas se aventuraban, precisamente por su fama de estar demasiado lejos de todo. Pero para Carmen y Marcial, eso era exactamente lo que buscaban: desconectarse, dejar atrás la ciudad, el ruido, los teléfonos... y simplemente dormir bajo las estrellas.

Eran cerca de las nueve cuando terminaron de montar la carpa de su tienda de campaña. El cielo, limpio de nubes y repleto de estrellas, prometía una noche tranquila. Habían cenado algo rápido: pan, embutidos y un par de copas de buen vino tinto que Marcial había traído con mucho cuidado.

Todo parecía perfecto. Rieron, compartieron anécdotas, y cuando la brisa comenzó a enfriar la noche, se metieron abrazados en su saco de dormir. Al principio solo se abrazaron, pero al poco rato acabaron haciendo el amor como lo que eran: dos enamorados durmiendo bajo las estrellas.

Pero en la madrugada, algo cambió.

Primero fue un crujido. No muy fuerte, apenas perceptible, pero suficiente para que Carmen abriera los ojos. Miró a su alrededor, desorientada por la oscuridad, a pesar del cielo estrellado. Marcial dormía profundamente… o al menos eso parecía. Entonces, otro sonido: ramas partiéndose bajo un pie. O tal vez varios.

Intentó convencerse de que era un animal. Tal vez un ciervo, o un jabalí en busca de comida. Había leído que esos animales salían por las noches en busca de agua. Pero algo no encajaba. El silencio posterior era demasiado... premeditado.

—¡Marcial! —susurró Carmen, tocándole el brazo—. ¿Escuchaste eso?

—¿El qué? No escuché nada. Vuelve a dormir —respondió Marcial, aún somnoliento.

Pero Carmen no podía. Se quedó sentada, con los ojos fijos en la tela roja de la tienda, intentando ver a través de ella. Entonces algo más sucedió: un roce, muy cerca. Luego, una sombra proyectada por la luz de una linterna. Alguien se movía afuera… no era uno. Eran varios.

Sintió el corazón acelerarse. En ese momento, Marcial se incorporó, ahora sí, más nervioso.

—¿Quién anda ahí? —gritó, intentando sonar firme.

No hubo respuesta. Solo silencio.

Y entonces, todo ocurrió muy rápido.

La tela roja de la tienda se rasgó de arriba a abajo. Una navaja, o quizás un cuchillo muy afilado, cortó la lona como si fuera papel. Antes de que pudieran reaccionar, dos manos entraron por la abertura y agarraron a Carmen por los tobillos, arrastrándola con fuerza hacia el exterior. Gritó, pero su voz quedó ahogada, rota por el miedo.

Marcial intentó sujetarla, pero algo —o alguien— lo golpeó en la cabeza con brutalidad, dejándolo casi inconsciente. Apenas alcanzó a distinguir rostros cubiertos con pasamontañas. Ojos desquiciados, rabiosos. Uno de ellos le apuntaba a la cara con una linterna, como si fuera un foco de interrogatorio. La luz lo cegó. Luego vino otro golpe. Después… solo oscuridad.

Carmen forcejeó, arañó, pataleó como nunca antes lo había hecho. Logró soltarse y corrió hacia la arboleda, como una gacela. Pero en la carrera no vio una raíz sobresaliente. Cayó de bruces al suelo.

Antes de poder levantarse, sintió un aliento caliente en la nuca. Unas manos sucias la giraron bruscamente.

—No grites —dijo una voz seca—. Si gritas, lo matamos —sentenció.

Ella se quedó inmóvil. Podía ver a Marcial tirado en el suelo, sin moverse. ¿Estaba vivo? ¿Muerto? Su mente no podía decidir si aquello era una pesadilla o la más cruda realidad.

¿Qué estaba pasando? ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué querían?

Las respuestas llegaron pronto. Uno de ellos empezó a revisar su mochila, otro destrozó la tienda buscando objetos de valor.

—¡No hay nada! Solo un par de móviles, algo de dinero y ropa sucia —vociferó el que rebuscaba, arrojando la linterna al suelo con furia.

—Tranquilo —dijo otro, el que parecía ser el líder—. Igual vamos a divertirnos un rato —añadió, mirando a Carmen con lascivia.

Carmen tragó saliva. Su cuerpo temblaba. Algo dentro de ella le gritaba que aquello iba mucho más allá de un simple robo. Los minutos se volvieron eternos. Nadie podía ayudarlos. Y los atacantes lo sabían. Parecía que habían elegido a sus víctimas con cuidado, sabiendo que estaban completamente solos.

Cuando el reloj marcaba las 4:17, todo volvió a quedar en silencio. Los hombres desaparecieron entre los árboles como sombras.

Marcial despertó varias horas después, solo. Con el cuerpo dolorido y la cabeza palpitando, se arrastró como pudo hasta lo que quedaba del campamento. Gritó:

—¡Carmen! ¡Carmen!

Una, dos, diez veces. No hubo respuesta. Solo los restos del caos: mochilas vacías, ropa tirada, botellas rotas y huellas borrosas en la tierra húmeda. Había sangre en la hierba. ¿De quién? ¿De él? ¿De Carmen?

El silencio del bosque pesaba como una losa. Se apoyó en un tronco caído, respirando con dificultad. Al tocarse la cabeza, sintió sangre seca pegada al cuero cabelludo. A lo lejos, los primeros rayos del sol asomaban entre los árboles, pero el bosque seguía en sombras, como si el sol no se atreviera a entrar.

—Carmen... —susurró con la poca voz que le quedaba.

Intentó ponerse de pie, pero las piernas no le respondían. Mareado, cayó de nuevo al suelo. Respiró hondo. Tenía que encontrarla. No sabía si se la habían llevado… o si la habían dejado muerta en algún rincón del bosque.

El campamento estaba completamente destruido. No quedaba nada útil. Ni los móviles, ni la brújula, ni siquiera el botiquín de emergencia. Los atacantes se habían asegurado de dejarlos incomunicados.

¿Y Carmen? ¿Dónde estaba?

Entonces vio algo: una tira de tela, enganchada en una rama, a unos diez metros del campamento. Era parte de una sudadera azul. La misma que Carmen llevaba aquella noche.

Siguió el rastro. Luego vio pisadas, pero no llevaban a ningún sitio claro. Aun así, Marcial avanzó, guiado por algo más fuerte que la lógica: la desesperación.

Continuará..

VECINOS ENEMIGOS

Desde hace más de diez años, la vida en la calle Rías Bajas transcurría tranquila para todos los vecinos, menos para Javier y Andrés, quienes compartían una valla de separación entre sus casas.

Nadie recordaba cómo empezó el conflicto, ni siquiera ellos mismos. Tal vez fue por el volumen de la música, una rama que se metió en el patio ajeno o simplemente una mala cara. Lo cierto es que, desde hacía tiempo, se habían convertido en enemigos declarados.

No pasaba una semana sin una discusión, gritos que cruzaban los muros e insultos. Una vez, Javier dejó un perro de yeso mirando hacia el jardín de Andrés, con un letrero que decía: "Cuidado: muerde a los idiotas."
Andrés respondió colocando unos altavoces apuntando a la casa de Javier, haciendo sonar reguetón desde las seis de la mañana durante tres días seguidos.

Sus familias, amigos, incluso otros vecinos, ya se habían rendido: “Son casos perdidos”, decían.

Javier era viudo, rondaba los cincuenta y cinco años, y trabajaba desde casa como contador. Con todo el mundo era callado, menos con Andrés. Cuando se enfrentaba a él, era un volcán en erupción.

Andrés, por su parte, era un jubilado de mal genio, electricista de profesión, voz grave y manos de hierro. Vivía solo desde que su hijo se mudó a otra ciudad. Decían que era una buena persona… excepto cuando discutía con Javier.

Una tarde de abril, la tensión llegó a su punto máximo. Andrés había estado podando su limonero, y una de las ramas cayó accidentalmente —o no— en el jardín de Javier. Este salió con una escoba en la mano, como si empuñara una espada.

—¡Ya está bien, viejo demente! —gritó—. ¿Tanto cuesta tener cuidado?

Andrés respondió con una sonora carcajada.

—¿Y tú, ratón de oficina, qué vas a hacer? ¿Pegarme con la escoba?

—Un día te vas a atragantar con tu propia mala leche.

—Y tú vas a morir solo y amargado entre papeles.

Pasaron los días sin que ninguno de los dos se dirigiera la palabra.

—Tal vez uno de ellos murió… o se cambió de barrio —murmuraban los vecinos.

Pero al tercer día ocurrió algo que cambió todo.

Eran las 7:45 de la mañana. Andrés estaba cocinando su desayuno habitual: huevos fritos, pan tostado y café. Pero esa mañana hubo un problema. Su vieja cafetera empezó a soltar chispas y, en un abrir y cerrar de ojos, un pequeño incendio comenzó a propagarse por la cocina.

Andrés intentó apagarlo, pero tropezó con la alfombra y cayó pesadamente. El golpe fue seco y duro. Quedó tendido en el suelo, mientras el fuego se extendía. Quiso gritar, pero no pudo; solo emitió un gemido y trató de alcanzar el teléfono. Nadie lo vio... excepto Javier, que desde su ventana en la segunda planta notó un humo inusual saliendo de la casa vecina.

Al principio pensó que Andrés había dejado algo quemándose.

—Eso te pasa por bruto —pensó.

Se quedó mirando unos segundos. Entonces, algo en su estómago se removió.

—¿Y si…?

Bajó las escaleras corriendo, cruzó su jardín, saltó la valla y golpeó la puerta.

—¡Andrés! ¡Viejo imbécil! ¿Estás ahí?

Nadie respondió. El humo salía por debajo de la puerta. Sin pensarlo, Javier retrocedió unos pasos y se lanzó contra ella con todas sus fuerzas. El calor lo golpeó como una bofetada. Tosió, cubriéndose la boca con su camisa, y gritó el nombre de Andrés mientras avanzaba a tientas. Lo encontró tirado, inconsciente.

—Maldita sea —murmuró mientras lo levantaba como podía.

Logró arrastrarlo hacia afuera.

Cuando llegaron los bomberos, encontraron a los dos prácticamente inconscientes por la cantidad de humo inhalado.

El hospital se convirtió en territorio neutral. Andrés pasó dos noches en observación, con quemaduras en un brazo. Javier fue a verlo el segundo día. No sabía por qué lo hacía, tal vez para cerrar el ciclo de discusiones.

Andrés lo miró desde la cama. Tenía el brazo vendado, una máscara de oxígeno y los ojos más brillantes de lo normal.

—No esperaba que fueras tú —dijo.

Javier se encogió de hombros, sin saber qué responder.

—Yo tampoco.

—Podías haberme dejado morir.

Se hizo el silencio entre los dos.

—No lo hice por ti —dijo Javier—. Lo hice porque no quería tener que explicarle a la policía por qué olía a carne quemada.

Desde entonces no fueron amigos, pero se respetaron. A veces compartían un café.

Una tarde, Andrés apareció con una caja de herramientas.

—Vamos a arreglar esa valla de mierda.

Javier lo miró y asintió con la cabeza.

—Ya era hora.

Entre risas y bromas, reconstruyeron la valla. Esta vez la hicieron más baja: apenas les llegaba al pecho.

Javier y Andrés dejaron de ser enemigos, no porque lo olvidaran, sino porque entendieron lo que podían llegar a ser.

 

EL PAJARO PERTURBADO


 Desde tiempos inmemoriales, la leyenda de El Pájaro Perturbado era conocida en los pequeños pueblos del interior de la península.

Se decía que un ave negra como el carbón, de ojos rojos y un poder maligno, tenía la capacidad de traer desgracia con tan solo posarse sobre una casa. Nadie sabía de dónde venía ni por qué su sola presencia desataba la tragedia, pero una cosa era segura: cuando su silueta oscura se recortaba en el tejado de un hogar, la felicidad y la paz desaparecían para siempre.

El pequeño pueblo de San Rafael vivía en armonía. Sus habitantes, gente sencilla y trabajadora, se dedicaban a las labores del campo y la ganadería. Las casas de piedra y madera rodeaban una antigua iglesia situada en el centro de la plaza. Sin embargo, aquella tranquilidad estaba a punto de romperse.

Una tarde de noviembre, mientras el sol se ocultaba tras las montañas, un anciano del lugar fue el primero en ver al siniestro pájaro. Estaba inmóvil sobre la veleta de su casa, tan negro como el hollín. Lo observó con una mezcla de curiosidad y temor, pues desde niño había escuchado historias sobre El Pájaro Perturbado.

A la mañana siguiente, el pueblo despertó con una noticia aterradora: el anciano había sido hallado muerto en su cama. Sus ojos abiertos reflejaban un horror indescriptible, y su rostro estaba congelado en una mueca de espanto. Nadie podía explicarlo; era un hombre fuerte y saludable. Pero lo que más inquietó a todos fue lo que ocurrió después. Sus hijos, antes unidos, comenzaron a pelearse por la herencia con una furia inhumana. Se acusaban mutuamente de haber envenenado a su padre. Gritos, golpes y amenazas rompieron la calma del pueblo.

Esa misma noche, alguien vio al pájaro posado sobre el tejado de la familia Márquez. Hasta ese momento, aquella era una familia numerosa y feliz, pero la llegada del ave marcó un cambio drástico. María, la madre, empezó a acusar a su esposo de tener una amante. Los hermanos, que siempre habían estado unidos, comenzaron a odiarse entre sí. El más pequeño, Tomás, desapareció sin dejar rastro. Su cuerpo nunca fue encontrado, pero en el pueblo se decía que había sido asesinado por uno de sus propios hermanos.

A partir de entonces, cada vez que alguien veía al pájaro posarse sobre una casa, el miedo se extendía como una sombra. Las disputas se intensificaban y el odio consumía a las familias. Algunas casas ardieron en misteriosos incendios; en otras, los asesinatos marcaron su historia. Pero lo peor era que el pájaro no parecía tener intención de marcharse.

Desesperados, los habitantes acudieron al viejo sacerdote del pueblo. Él también conocía la leyenda y sabía que no se trataba de un simple animal. Según los relatos más antiguos, el pájaro era la reencarnación de un hombre cuyo rencor y envidia lo habían condenado a vagar eternamente, destruyendo la felicidad ajena.

El sacerdote propuso un plan: cuando el ave se posara sobre una casa, todos los hombres del pueblo se reunirían para atraparla y matarla.

Esa noche, sin luna, el pájaro apareció en la casa de los García. Un vecino lo vio y alertó a los demás. Armados con redes, palos y cuchillos, los hombres rodearon la vivienda. El pájaro permanecía inmóvil. Cuando el primero de ellos se acercó con la red, el ave soltó un chillido escalofriante. En ese instante, una fuerza invisible sembró la discordia entre los hombres: comenzaron a discutir, los insultos se convirtieron en golpes, y los golpes, en asesinatos. Al amanecer, solo uno de ellos seguía con vida.

Juan, el herrero del pueblo, había logrado resistir la influencia maligna del pájaro. Con la mente fría, alzó un hacha y la lanzó con todas sus fuerzas. La hoja atravesó el cuerpo del ave, partiéndolo en dos.

El pueblo quedó en silencio. Los cadáveres de los hombres yacían por todas partes… todos, excepto el del pájaro.

Por un tiempo, San Rafael volvió a la calma. Las familias supervivientes intentaron reconstruir sus vidas. Pero un día, Juan comenzó a sentir pensamientos oscuros. Sus discusiones con su esposa se volvieron violentas, como si algo dentro de él estuviera creciendo.

Una noche, ella despertó y lo vio sentado en la oscuridad. Sus ojos brillaban con un rojo incandescente.

El Pájaro Perturbado nunca había muerto. Solo había encontrado un nuevo cuerpo. Y la maldición… continuaba.

TEJADO PELIGROSO


 El sol caía con fuerza sobre el tejado del edificio de seis plantas. El aire espeso y el calor sofocante hacían que cada movimiento fuera un esfuerzo doble para Andrés, un albañil experimentado que, aunque hábil, no podía evitar el peso de los años. Se ganaba la vida arreglando tejados.

Desde lo alto de los edificios, el mundo parecía más pequeño, con personas diminutas paseando por las calles. Nadie sabía el peligro al que él se enfrentaba cada día.

Había comenzado la jornada con un leve malestar, pero no le dio importancia. Tenía que terminar el trabajo y cobrar lo antes posible. Su mujer le insistía en que descansara, pero él era terco. Ahora, en aquel tejado, sentía el sudor resbalar por su frente mientras sujetaba con firmeza una teja tras otra y preparaba la mezcla para fijarlas bien.

De repente, el viento sopló con fuerza. Andrés sintió un escalofrío recorrerle la espalda y un leve mareo lo sacudió, como si el mundo se inclinara bajo sus pies. Parpadeó, pero su vista se nubló. Sus manos perdieron fuerza, algo dentro de su cabeza se apagó... y entonces todo fue oscuridad.

No supo cuánto tiempo pasó, pero cuando abrió los ojos, la sensación de vacío golpeó su mente con brutalidad. Su cuerpo estaba inclinado hacia el abismo, medio colgado del tejado.

Su brazo izquierdo había quedado atrapado entre dos tejas, y su pierna derecha colgaba peligrosamente de una viga sobresaliente. Toda su cabeza flotaba en el aire.

El miedo lo paralizó por segundos. Miró hacia la calle, que ahora le parecía estar a kilómetros de distancia. Los coches pasaban, la gente iba y venía sin darse cuenta de su desesperada situación. Un solo movimiento en falso y todo acabaría en un golpe seco contra el asfalto.

Su respiración se volvió pesada. Intentó mover los dedos de la mano atrapada, pero un dolor punzante le indicó que podía estar rota. Con la otra mano, buscó a tientas algo donde agarrarse.

—Dios mío... Dios mío… —susurró, incapaz de gritar.

Cada músculo de su garganta estaba agarrotado. Sabía que si se movía demasiado, podía precipitarse al vacío.

Con cuidado, intentó levantar la cabeza, midiendo cada movimiento. Solo podía avanzar centímetros con la precisión de un cirujano. Trató de impulsarse con la mano libre, pero lo único que consiguió fue resbalar un poco más hacia la nada.

—¡No! —gritó, aterrado.

La desesperación se apoderó de él al notar que su brazo comenzaba a entumecerse. Si no se liberaba pronto, perdería toda la movilidad.

Miró hacia el otro lado y vio una canaleta del desagüe a unos centímetros de distancia. Si lograba alcanzarla, tal vez podría impulsarse y evitar la caída... pero requería una fuerza que no sabía si tenía.

El miedo nubló su mente. Pensó en su esposa. En su hija.

—¿Será este mi final? —se preguntó, con tristeza.

—No puedo morir así —murmuró con rabia.

Reuniendo sus últimas fuerzas, intentó girar un poco el torso y mover ligeramente el brazo atrapado. Un dolor punzante le arrancó un grito, pero sintió que la teja que lo sujetaba se aflojaba.

Con un último esfuerzo, flexionó la rodilla izquierda y empujó contra la viga al mismo tiempo. Por un instante, sintió que caía al vacío.

Pero sus dedos encontraron la canaleta justo a tiempo. Se aferró con todas sus fuerzas, sintiendo el metal caliente quemar su piel. Sus músculos temblaban, agotados, pero la adrenalina lo mantenía en pie. Con un último impulso, logró colocar su cuerpo de nuevo sobre el tejado.

Quedó tendido, jadeante, con la ropa empapada en sudor. Pero una cosa era cierta:

Había sobrevivido.

Permaneció ahí unos minutos, tratando de recuperar el aliento. El peligro había pasado, pero sus manos aún temblaban. Finalmente, se sentó y miró al vacío con una mezcla de horror y alivio.

Nadie en la calle se había dado cuenta de lo sucedido. Nadie había escuchado sus gritos. Y, sin embargo, él nunca olvidaría el sonido del abismo llamándolo.

LA CASA DEL ECO


 Nadie sabía quién la había construido ni cuántos años llevaba allí, en lo alto de la montaña, rodeada de árboles que parecían querer engullirla entre sus ramas. Se decía que la casa repetía las palabras de quienes se atrevían a hablar en su interior, pero con un sonido tenebroso. No solo devolvía sus voces, sino también sus pensamientos más ocultos.

No mucha gente se atrevía a acercarse a ella, y los pocos que lo hacían rara vez regresaban. Las historias sobre la casa eran muchas y variadas: se hablaba de voces en la oscuridad, de susurros que predecían la muerte.

A pesar de todas las leyendas, un grupo de amigos decidió averiguar si todo era cierto o solo un cuento exagerado.

Sonia, Rafa, Manuel y Elisa eran jóvenes y escépticos. No creían en lo paranormal; para ellos, eran historias creadas para asustar a los curiosos. Así que, en una fría noche de noviembre, armados con linternas y un par de cámaras, se dirigieron a la casa con la intención de grabar su excursión.

—Si repetimos “¿hay alguien aquí?”, seguro que escucharemos nuestro propio eco y nos reiremos de este ridículo cuento —comentó Manuel con una sonrisa incrédula.

Sin embargo, al acercarse, el ambiente cambió. La casa parecía más alta y vieja de lo que imaginaban. Sus ventanas, oscuras y profundas, se asemejaban a ojos que los observaban desde la penumbra.

— ¿Seguimos con la experiencia? —preguntó Elisa con un hilo de duda en su voz.

—Claro, ya estamos aquí, no podemos acobardarnos ahora —respondió Rafa con determinación.

La puerta estaba entreabierta, como invitándolos a entrar. El aire en el interior era pesado, impregnado de humedad y algo más… algo que no podía identificar.

—¡Bienvenidos! —gritó Manuel en tono burlón.

—Bienvenidos —respondió la casa.

No fue un simple eco. La voz sonó profunda, lejana… como si emergiera de ultratumba.

Se miraron unos a otros con  terror en sus rostros.

—Hola —dijo Sonia, casi en un susurro.

—Hola —respondió la casa.

Esta vez, la respuesta fue más nítida, como si alguien estuviera en la misma habitación con ellos.

—Es solo una manipulación acústica, nada más —susurró Rafa, aunque no muy convencido de sus propias palabras.

Elisa avanzó con su linterna en alto. El polvo flotaba en el aire como ceniza suspendida.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Elisa —respondió la casa.

Elisa se quedó helada.

—No dije mi nombre…

—Es sugestión —intentó decir Manuel, pero su voz se apagó al escuchar:

—Manuel —susurró la casa.

El pánico empezó a instalarse entre ellos.

Rafa apuntó la linterna hacia el pasillo principal.

—Grabemos algo rápido y nos largamos —dijo con firmeza.

Los demás asintieron, demasiado asustados para contradecirlo. Avanzaron con cautela. Cada paso resonaba de manera extraña, como si el suelo los escuchara y repitiera su andar.

—No deberías haber venido, Sonia…

Ella se detuvo en seco.

—Yo… yo no dije nada —susurró.

Pero la voz había sido la suya. Solo que… ella no había pronunciado esas palabras.

—Esto no es normal, vámonos —propuso Manuel.

Las sombras parecían moverse en las esquinas. El aire se vuelve cada vez más frío. Y, de repente, otra voz rompió el silencio:

—Tienen miedo…

Era la voz de Rafa, pero él no había dicho nada.

—¡Cállate! —gritó Rafa.

La casa solo rió y repitió la palabra:

—Cállate… cállate… cállate…

De golpe, todas las linternas se apagaron. La oscuridad los envolvió.

—¡No veo nada! —gritó Manuel.

El caos estalló. Sus gritos se mezclaron con los de la casa.

Elisa sintió un tirón en el brazo y luego un golpe en la cabeza. Todo se volvió negro.

Cuando despertó, estaba sola. Las paredes parecían más estrechas, como si la casa hubiera encogido a su alrededor. Se giró de golpe, buscando a sus amigos.

—¡Manuel! ¡Rafa! ¡Sonia!

—Sonia no está —respondió la casa.

Elisa sintió su corazón golpeando con fuerza contra su pecho.

—¡Devuélvemelos! —gritó.

La casa solo rio.

—Jajajajajaja…

Entonces, una voz susurró en su oído:

—Tú también desaparecerás…

Elisa corrió a ciegas por los pasillos, tropezando con muebles podridos y puertas que aparecían de la nada. Hasta que, por fin, llegó a la entrada.

La puerta estaba cerrada. Golpeó con todas sus fuerzas.

—¡Déjame salir!

—Elisa… no te vayas… no nos dejes… —las voces de sus amigos sonaron al unísono.

De repente, el silencio.

La puerta se abrió de golpe. La luz de la luna iluminó su rostro mientras salía corriendo. Nunca miro atrás.

Nadie creyó su historia. Nadie encontró jamás a sus tres amigos. Pero algunos dicen que, si pasas junto a la casa y gritas un nombre, el eco te responde… y, a veces, lo hace con una voz que no pertenece a este mundo.

PANICO EN EL ASCENSOR


 El edificio de apartamentos tenía más de 50 años de antigüedad. Su construcción era vieja, y los pasillos, grises y oscuros. En algún tiempo fue un símbolo de lujo en la ciudad, pero con los años, la decadencia se apoderó de él. Las paredes estaban agrietadas, muchas luces no funcionaban y el aire se sentía pesado, cargado de abandono.

Sin embargo, el punto más inquietante del edificio era el ascensor. Una reliquia en la que casi nadie confiaba. Chirriaba en cada planta, se movía con lentitud y su espejo estaba cubierto de manchas que no desaparecían, por más que lo limpiaran. La mayoría de los vecinos preferían usar las escaleras. Pero lo más perturbador no eran los desperfectos, sino los rumores.

Algunos aseguraban haber visto una figura borrosa reflejada en el espejo cuando estaban solos. Otros hablaban de un pequeño grito ahogado en el silencio del ascensor. Pero el relato más escalofriante era que, ciertos días del año, el ascensor se detenía en el piso 13… un piso que no existía.

Una joven estudiante se había mudado recientemente al edificio. Escuchó las historias, pero no les dio importancia. Era escéptica y, además, estaba demasiado ocupada con sus estudios como para preocuparse por cuentos de fantasmas.

Hasta aquella noche.

Eran las dos de la madrugada cuando regresó de la biblioteca, agotada. Entró al ascensor, presionó el botón del octavo piso y apoyó la cabeza contra la fría pared.

La puerta se cerró y, de inmediato, un escalofrío recorrió su espalda. El aire se volvió helado. Se abrazó a sí misma y suspiró profundamente. Entonces, algo parpadeó en el espejo frente a ella. No era su reflejo… era algo más.

Al principio, parecía solo una sombra, un ligero temblor en el vidrio. Pero cuando volvió a mirar, lo vio con claridad: en la esquina del ascensor, detrás de ella, había alguien.

Era una mujer de cabello largo y lacio. Su cabeza estaba ladeada de forma antinatural. Llevaba un vestido blanco sucio y sus ojos eran completamente negros.

La chica se giró bruscamente. Pero no había nadie. Solo el ascensor vacío.

El panel de control comenzó a parpadear. Primero el número 8. Luego el 10, el 12… y, finalmente, un número que no debería estar allí: el 13.

El ascensor empezó a moverse, pero no subía. Bajaba.

Un nudo de terror se formó en su estómago. Intentó presionar el botón de detener, pero no respondió. Golpeó la puerta y gritó con todas sus fuerzas, pero el ascensor seguía descendiendo. Su respiración se volvió angustiosa mientras el número 13 parpadeaba sin cesar.

Cuando finalmente se detuvo, un silencio sepulcral invadió el espacio.

Las puertas se abrieron con un chirrido espantoso.

Lo que vio no era el vestíbulo del edificio, ni ninguna de sus plantas. Frente a ella se extendía un pasillo oscuro, con paredes cubiertas de humedad y un olor rancio, mezcla de moho y sangre seca.

El ascensor no se cerró de inmediato. Parecía invitarla a salir.

Pero ella no era estúpida.

Se quedó pegada a la pared, con el corazón desbocado. Entonces, el aire se volvió aún más frío.

Algo crujió detrás de ella.

A pesar del temblor en su cuerpo, giró lentamente.

La mujer del vestido blanco estaba de pie justo detrás de ella.

Su cabeza seguía ladeada, su boca se abría lentamente, como si intentara susurrar algo. Pero lo peor fueron sus ojos: negros, vacíos, profundos como un pozo sin fondo.

Un sonido rasposo salió de su garganta.

—No debes venir aquí…

La chica gritó y presionó todos los botones del ascensor.

Nada.

El reflejo en el espejo empezó a moverse.

La luz titiló, y por un instante, la oscuridad lo cubrió todo.

Cuando la luz volvió… la mujer ya no estaba.

Pero algo helado rozó su cuello.

Desesperada, golpeó el panel de control con todas sus fuerzas.

Las puertas se cerraron de golpe.

El ascensor subió de manera violenta hasta el octavo piso.

Cuando las puertas se abrieron, todo parecía normal.

Como si nada hubiera sucedido.

Temblorosa, salió del ascensor. Antes de alejarse, miró una última vez al espejo.

Allí, grabadas en el vidrio, quedaron las marcas de unas manos ensangrentadas.

Después de aquella noche, la chica jamás volvió a usar el ascensor.

Pero los vecinos dicen que, a veces, en plena madrugada, las puertas del ascensor se abren solas.

CARNAVAL PELIGROSO


 La ciudad estaba irreconocible. El espectáculo de luces y música que inundaba el carnaval la transformaba por completo.

Las calles, abarrotadas de gente disfrazada, vibraban con el baile incesante bajo una lluvia de confeti. El desfile de carrozas avanzaba lentamente, desbordante de colorido. Las comparsas llenaban el aire de risas y gritos. Nadie imaginaba que, entre las máscaras y disfraces, se ocultaba un asesino.

Él se movía entre la multitud con sigilo, oculto tras una máscara veneciana dorada y un disfraz de arlequín rojo y negro. Su plan era perfecto: los gritos de las víctimas se perderían entre el bullicio de la fiesta, y nadie sospecharía nada… hasta que fuera demasiado tarde.

Su primera víctima fue un hombre mayor. Lo observó con atención, fingió tropezar con él y, en un movimiento rápido y preciso, hundió el cuchillo entre sus costillas. El hombre abrió los ojos con sorpresa, pero el asesino lo sostuvo por los hombros, simulando un abrazo entre amigos. La gente pasaba a su lado sin notar nada extraño. Unos segundos después, el anciano se desplomó junto a una esquina solitaria.

El desfile continuaba. Un grupo de bailarinas con plumas y lentejuelas danzaba al ritmo de la samba. Los ojos del asesino se fijaron en una joven vestida de hada. Se acercó bailando y, con un giro elegante, la alcanzó. Ella apenas sintió un leve pinchazo en el abdomen.

—¿Estás bien? —preguntó alguien al notar que tropezaba.
—Sí… sí… —respondió ella antes de caer al suelo.
Su cuerpo quedó inerte mientras la multitud seguía bailando.

El asesino disfrutaba del juego. Se movía como un fantasma invisible entre la muchedumbre. Su siguiente víctima era un hombre disfrazado de pirata, que bebía de una jarra mientras reía con sus amigos. Cuando el pirata se alejó para orinar en un callejón, el asesino lo siguió.

—Buenas noches —le susurró.
—Sí… una gran no…—
No pudo terminar la frase. Un segundo después, su cuerpo cayó al suelo.

El asesino avanzó entre la multitud, la adrenalina recorriendo su cuerpo. Todo salía perfecto. Solo le quedaba elegir una nueva víctima. Sus ojos se detuvieron en una mujer con uniforme de policía. Pero ella no estaba de fiesta… estaba trabajando.

Se acercó con sigilo. La música y el bullicio serían su tapadera. Deslizó el cuchillo oculto en la manga de su disfraz. Un paso más, y estaría lo suficientemente cerca para hundir la hoja en su cuerpo.

Pero algo salió mal.

La agente de policía lo había estado observando desde que recibió el primer aviso de un asesinato en el desfile. Lo había visto moverse de manera sospechosa entre la multitud.

Justo cuando el asesino levantó el cuchillo para atacar, la policía giró bruscamente y atrapó su muñeca con fuerza.

—¡Quieto! —gritó mientras forcejeaba con él.

El asesino intentó apuñalarla con la otra mano, pero ella lo esquivó y le propinó un rodillazo en el estómago. El golpe fue fuerte, pero no definitivo. La lucha entre ambos duró varios minutos. La gente observaba, creyendo que era parte del espectáculo carnavalesco.

Finalmente, la policía logró colocarle las esposas.

La mujer miró al asesino. La máscara dorada, ahora salpicada de sangre, aún mostraba una sonrisa inquietante.

Mientras la multitud continuaba celebrando, la policía se apoyó contra una pared. Estaba agotada. Había atrapado a un monstruo… pero sabía que el mal podía esconderse en cualquier lugar, incluso detrás de una máscara sonriente, en medio de una fiesta.

SENTIMIENTOS


 Queridos mamá y papá,

Necesito contarles cómo me siento, necesito expresar mis sentimientos.
No sé muy bien cómo empezar esta carta, porque todavía no termino de entender lo que está pasando.

Anoche, cuando los escuché hablar en el comedor de casa, yo aún no me había dormido. Cuando sus voces se convirtieron en susurros y luego en gritos ahogados, en ese justo instante me di cuenta de que algo no estaba bien. No fue necesario que pronunciaran la palabra "divorcio" para que entendiera de qué estaban hablando.

Me quedé en silencio, en la oscuridad de mi habitación, con los ojos abiertos y el pecho oprimido por un peso imposible de soportar.
Miles de pensamientos se atropellaban en mi cabeza:

—¿Cómo es posible que ustedes, las dos personas que más quiero en este mundo, decidan separarse?
—¿Acaso todo lo que vivimos juntos no fue suficiente para seguir unidos?

Tengo miedo. No sé qué va a pasar ahora, no sé si tendré que elegir entre ustedes, si mi vida se dividirá en dos mitades, si tendré que despedirme de uno de los dos cada semana, si las cenas en familia serán solo recuerdos cada vez más lejanos. No sé si tendré que fingir que estoy bien cuando, por dentro, me estoy rompiendo en mil pedazos.

Siempre pensé que éramos una familia normal. Sí, a veces discutían, como la mayoría de los padres de mis amigos; a veces se ignoraban o pasaban días sin hablarse. Pero siempre creí que, al final del día, el amor que se tenían era más fuerte que cualquier problema.

—Me equivoqué, ¿verdad?

O tal vez nunca quise ver las señales. Tal vez me aferré a la idea de que todo seguiría igual, porque solo pensar en cambios me llenaba de miedo.

Quisiera decirles tantas cosas... Quisiera gritarles que no lo hagan, que no destruyan lo que hemos construido juntos. Quisiera pedirles que se den una nueva oportunidad, que recuerden cuando se enamoraron, que piensen un poco en mí. Sé que suena egoísta, pero...

—¿Qué hay de mí en todo esto?

Ustedes pueden seguir con sus nuevas vidas, pueden rehacerlas con otras personas, pero yo...
Yo no puedo tener otro papá ni otra mamá. Para mí, solo existen ustedes dos.

Díganme:
—¿Qué se supone que debo hacer con esta tristeza que me ahoga?
—¿Cómo se supone que debo seguir adelante sabiendo que la casa donde crecí nunca volverá a ser la misma?
—¿Cómo se supone que debo elegir con quién vivir, si los necesito a los dos?

Quizás esto es lo mejor para ustedes, tal vez es lo que necesitan para ser felices otra vez, pero...

—¿Qué pasa conmigo?
—¿Acaso alguien ha pensado en cómo me siento yo?

No puedo evitar sentir que estoy perdiendo todo lo que conozco, que mi mundo se está desmoronando y que nadie parece darse cuenta.

No quiero que piensen que los odio. Los quiero demasiado y nunca podría hacerlo. Incluso ahora, cuando siento que se me rompe el corazón, no podría. Pero sí estoy enfadado. Estoy enfadado porque no tuve opción, porque esta decisión se tomó sin que yo pudiera decir nada.
Estoy enfadado porque siento que, a partir de ahora, nada será igual.

Sé que no pueden prometerme que todo estará bien ni que el dolor desaparecerá pronto, pero al menos díganme que seguirán siendo mis padres aunque no vivan bajo el mismo techo.
Díganme que seguirán amándome como siempre.
Díganme que no me dejarán solo, que no permitirán que me hunda en la tristeza.
Díganme que, a pesar de todo, todavía somos una familia.

Con mucho amor y un corazón roto,
Su hijo.

FUMO DI SANGUE

  El mármol del suelo resonó con las pisadas lentas y débiles de los cardenales. Las puertas del cónclave se cerraron como las de una cárcel...