El mármol del suelo resonó con las pisadas lentas y débiles de los cardenales. Las puertas del cónclave se cerraron como las de una cárcel.
Afuera, todo el mundo miraba hacia el cielo, esperando que saliera el tan esperado humo blanco. Dentro del cónclave, solo quedaban la palabra de Dios y la de un hombre que no creía en Él.
El falso cardenal era un infiltrado entre hombres santos. Nadie lo había notado; su disfraz era perfecto: túnica roja, cruz de oro y un acento cultivado en la vieja escuela de Roma.
Él no era Méndez. No tenía nombre. Había memorizado el perfil del verdadero cardenal, muerto por una aguja días antes en la habitación de un lujoso hotel. Aquel cadáver, disuelto en ácido, jamás sería encontrado.
La Capilla Sixtina se cerró a las voces del mundo. Solo quedaban los 118 hombres de rojo... y el intruso.
El primer día fue un caos disfrazado de cortesía: murmullos, suspiros y muchas miradas de reojo. Viejos enemigos creaban nuevas alianzas. El falso cardenal observaba todo. Su misión no era alterar el resultado de la elección, sino eliminar al que la Providencia nombraría.
Un par de días después, cuando ya se había votado varias veces, ninguna de las votaciones había arrojado un patrón claro. Aunque un nombre se repetía con más frecuencia que los demás: el del cardenal Bertoni, un italiano joven en comparación con otros.
El falso cardenal sintió ansiedad en el estómago. No era miedo; era cálculo.
—¿Cómo se asesina a un papa, antes de que sea papa, rodeado de 117 personas vestidas igual que tú?
Intentó acercarse a Bertoni. Coincidieron en la biblioteca del cónclave y aprovechó para intercambiar unas palabras.
—¿Crees que alguno de nosotros quiere ser elegido? —preguntó el falso Méndez.
—Solo me dan miedo los que lo desean mucho —respondió Bertoni.
Esa noche, en su celda, el falso cardenal puso veneno en un frasco de aceite sacramental. Pero a la mañana siguiente, alguien lo había cambiado de sitio.
—¿Lo sabían?
Uno de los cardenales tuvo un infarto. Aunque sobrevivió, entre ellos se hablaba de un posible envenenamiento.
—¿Otro jugador en la partida… o voluntad divina?
Empezaba a ser agotador. Las votaciones llevaban ya once días y aún no se elegía un nuevo papa.
El día doce solo quedaban dos candidatos en las votaciones: Bertoni y un conservador radical, apoyado por la vieja guardia. El humo seguía saliendo negro después de cada elección.
El falso cardenal se decidió. En la noche silenciosa, forzó una cerradura. Pero en la celda no había nadie.
Los días continuaban pasando, y el agotamiento era general. Nadie dormía más de tres horas. Unos rezaban, otros escribían notas que luego quemaban.
El cardenal Bertoni seguía con ventaja. Pero en estos casos, nunca se sabía.
Llovía sobre Roma. Afuera, la plaza de San Pedro estaba casi vacía. Nadie desafiaba la lluvia y el frío después de tantos días. El falso Méndez no pensaba en escapar. Tenía que llegar al final.
Miró con detenimiento la jeringa de cristal que estaba entre los pliegues de su túnica. La había escondido allí desde el primer día. El veneno que contenía era silencioso, paralizante, invisible, imposible de detectar. Sería una muerte disfrazada de paro cardiaco.
La oportunidad llegó antes del amanecer. Bertoni se retiró a su celda a rezar. Siempre rezaba solo, sin compañía. Era su rutina. Y las rutinas matan.
El falso cardenal se deslizó por el corredor, escondiéndose entre las sombras. Llevaba entre los dedos el pequeño cilindro de cristal. El corazón le latía con fuerza. Abrió lentamente la puerta. Bertoni estaba de espaldas, de rodillas, rezando. Dio dos pasos al frente. El suelo crujió. Bertoni se giró. Sus ojos no mostraban sorpresa ni miedo.
—¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar? —preguntó Bertoni con voz suave.
—No tengo elección. La decisión está tomada.
—Siempre la hay, aunque no siempre es la acertada.
Hubo un silencio breve. Un pequeño forcejeo, acompañado de un grito ahogado.
El humo blanco salió por la chimenea.
Habemus Papam.
El nombre anunciado fue el esperado: Bertoni.
Pero algo había cambiado. La voz que salió al balcón temblaba. Su rostro, aunque idéntico, parecía más rígido. No hubo sonrisas. No hubo bendición. Solo unas palabras:
—Oremos por la Iglesia… y por los que cargan la cruz del arrepentimiento.
El mundo aplaudió y lloró.
Pero en un rincón de la plaza, un anciano cardenal, ciego de un ojo, murmuró para sí:
—Este no es Bertoni...
Nadie se había dado cuenta. Después de decir esas palabras, el viejo cardenal dejó de respirar, cayendo al suelo.
Solo una figura que se alejaba de allí sabía lo que había pasado.